12 dic 2012

"UN MAR QUIETO"


Fernando Linetzky (1er Premio en el Concurso de Cuento ITAÚ 2012)

Mucho odio en la tele. La patada voladora de Cantona cuando jugaba en el Manchester repetida una y otra vez. Odio. Un hombre con barba y piernas de maceta, comportándose como niño furioso, creyéndose hombre. Me sobrepasa. Como las bolsas llenas de basura atrás de la puerta de la cocina. Tres bolsas. Es sábado y empieza a anochecer y a mí me da no sé qué esta casa tan sola. Hoy se cumplen dos meses desde que ella se fue.
–Quedate con toda esta mierda –dijo. Ni siquiera lo gritó. Se llevó a mi hijo con ella.
Antes se encargó de aclararme que por fin había encontrado un hombre.
Un tipo sensible que la escucha, al que le importa si ella sufre, si está mal. Superman.
Yo le dije algo sin importancia. Ni siquiera sé si lo dije, lo pensé o lo susurré. ¿Qué iba a decir?
Ella dijo que me iba a avisar cuándo podría ver al nene. Por unos meses iba a ser imposible porque se iban a una gira de artesanos por la costa. Fue fácil imaginarlos en un micro viejo yendo de pueblo en pueblo con sus chucherías para vender. Mi nene en brazos del otro hombre, del hombre de verdad, mirándolo hacer pulseritas y collares. Feliz. Lejos de mí.
Está oscureciendo y no tengo nada que hacer salvo sacar la basura que vengo acumulando desde que ella se fue. Estuve pensando y no pude recordar la última vez que le dije que la amaba. Igual ya no tiene importancia.
Cuando se fue abrí la puerta apurado y corrí hasta la esquina. Miré para
todos lados, pero ya no estaba. Busqué cigarrillos en el bolsillo y encon- tré el chupete viejo, mordido, con el que mi hijo se dormía cada noche. Lo apreté fuerte.
Una vez mi papá me dijo que yo arruinaba todo lo que hacía. No me lo dijo con maldad, me lo dijo más como advertencia. Que era una heren- cia familiar, que así éramos los hombres de la familia, no había nada que hacer. Yo tenía doce años.
En lo primero que pensé cuando mi hijo nació fue en eso: yo nunca se lo iba decir. Ni a los doce ni a los veinte.
Está llegando la medianoche, apago la televisión  y voy al baño. Me aga- rro de la pileta y me miro fijamente a los ojos en un botiquín de tres compartimentos. Los años hacen que las banditas y las aspirinas se va- yan cambiando por vendas y tranquilizantes. Giro los dos espejos de los costados hacia adentro. Miro mi perfil derecho, el izquierdo, me miro
de frente. Tendría que salir. Darme una ducha, afeitarme, vestirme
6                  bien, perfumarme y salir a caminar. Entrar en algún cine. En algún bar
ver si hay alguna mina sola. Contarle cómo extraño al nene. Cómo ex- traño a mi mujer.
Ya no hay nada que hacer acá.
Ya no siento el olor de las bolsas: pero hablan entre ellas. Y las escucho. Hasta que no las saque no voy a poder salir a ningún lado. Ella y el nene podrían volver de un momento a otro y entrar en la casa. Lo primero que sentirían sería este olor a podrido que ya no distingo, este zumbido insoportable que hacen las moscas encima de las bolsas. Ella diría:
¿Qué hizo? ¿En qué se convirtió este hijo de puta?. Peor, se preguntaría qué hago yo acá, para qué volví.  Y su arrepentimiento  me lastimaría más que la decisión de haberse ido.
Hasta que no haya sacado la última bolsa no voy a poner un pie fuera de esta casa. Lo que debería hacer es levantarme de este sillón. Dar un sal- to, correr a la cocina, agarrar las bolsas y salir de acá.
Agarrar las tres bolsas más la que está en el tacho, dos
en cada mano y a la calle.
Quizás si saco las bolsas de basura todo se arregle. Agarro la bolsa que todavía está en el tacho y la ato con un nudo. La suelto encima de las otras tres. Miro la montaña. La miro con una especie de cariño. Me estoy moviendo. Estoy vivo. Abro el tercer cajón del mueble de la mesada y saco una bolsa nueva. La pongo en el tacho.
Agarro dos bolsas con cada mano. Pesan más de lo que creí. Las arrastro un poco. Empiezo a transpirar. Me gustaría secarme la transpiración. Pero si apoyo las bolsas en el piso quizás ya no pueda sacarlas. Pre- fiero hacer todo de un tirón.
Camino por el pasillo de la cocina al living. Los brazos me tiemblan pero falta poco. Cuando me doy cuenta
ya es tarde: una de las bolsas se abrió por abajo. Me doy vuelta y veo un camino de mugre. Como si fuese esos caminitos de jardín, flores y piedras rosadas a los costados, pero en este caso es basura: cáscaras de naranja, latas de atún, colillas de cigarrillos. Me quedo transpirado, descalzo, mirando el camino. Suelto las bolsas que hacen un ruido seco al caer al piso. Agarro una y la rompo al medio. La llevo al living, la levanto lo más alto que puedo y dejo que la basura vaya cayendo y se desparrame por todos lados. Busco otra bolsa y hago lo mismo. Paso a paso: bolsa, basura, piso.
A una la pateo cuando va cayendo. A otra la agarro del extremo y empiezo a girar a toda velocidad y la basura vuela por todas partes. Contra el vidrio del balcón, contra las paredes.
Cuatro bolsas. Así hasta que no queda ni una sola. Me siento bien: agotado y satisfecho. En el piso casi no hay lugar sin basura. Parece un mar quieto. Ca- mino descalzo por encima. Las moscas son gaviotas. Me tiro en el sillón. Quisiera dormir, pero no voy a poder. Entonces saco del bolsillo del pantalón el chupete y me lo pongo en la boca.


 

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