12 dic 2012

ENCUENTRO CON UN CARADEFORME

 

Por Hernán Casciari

Fueron chicos y ahora son grandes. No se veían desde la infancia y cruzarse de casualidad en una calle despertó la indignación de uno de ellos. Cómo los rostros de infancia se convierten en una mueca horrible al reaparecer unos años después.

No es bueno escribir enojado. Lo mejor es ducharse con agua tibia o pegarle patadas a un almohadón; sólo entonces, escribir. El problema es que acabo de hacer todo eso y sigo enojado. ¡Mierda! Ahora son las cuatro de la mañana del lunes. Hace unas horas, cuando todavía era domingo, tuve la mala suerte de encontrarme, en plena Barcelona, con un caradeforme. No es la primera vez que veo uno, pero sí la primera que no logro esconderme a tiempo. ¡Mierda, mierda! Estoy caliente como una pipa.

Debería existir una ley que impida a las personas reencontrarse después de excesivos años. Yo ahora tengo treinta y seis: hay mucha gente que dejé de ver a los doce, cuando terminé el primario; y a otros tantos los perdí de vista a los diecisiete, cuando acabé el colegio. Los rostros de todos permanecen en mi memoria como eran: impúberes y castos. Entonces pasa el tiempo y ocurre la desgracia de que, un domingo cualquiera, vas tranquilo por la calle y te encontrás con un niño de hace veinte años.

Ya es hora de decirlo claro. ¡Las caras adultas de las personas que dejamos de ver en la infancia no crecen con normalidad, por el amor de dios! Son rostros que se agigantaron de un modo perverso, que se deformaron, que se expandieron hasta el infinito. Todos los compañeros de la infancia que vemos de sopetón en la madurez, ¡todos!, se parecen al hombre elefante. Son monstruos peligrosos que regresan malheridos desde el patio del recreo; son señores con botulismo.

Los caradeforme me asustan muchísimo, pero no es el problema facial lo que me indigna. No señor. La cara no es lo peor de un caradeforme. Lo peor es cuando te reconocen y se acercan, cuando se empecinan en palmearte la espalda. ¡Mierda! Lo peor es cuando mendigan conversación. ¿De qué puedo hablar con esta gente? ¿Qué debo decir después de tantos años, cómo esperan ellos que actúe?

Prefiero lo paulatino y reconocible, la seguridad que da el amigo viejo, la tenacidad de su rutina. Quiero la amistad silenciosa del que va creciendo a mi lado, no el abrazo de un tipo que ya creció del todo y sin mí. Ver a un niño convertido en un hombre es aterrador, es miserable y debiera ser ilegal. ¿Por qué razón una persona decente puede querer ver a otra después de muchos años? ¿Qué los une?

Es verdad, es verdad... Que fuimos camaradas en un tiempo lejano y la mar en coche. Que nos sentamos doce años consecutivos bajo el mismo techo por las mañanas, que compartimos el patio, los sánguches y los maestros, que aprendimos juntos a leer y escribir, sí; todo es cierto. ¿Pero qué tienen que ver aquellos niños con este abrazo automático?

Si nuestras almas hubieran sido compatibles, caradeforme, después del tiempo escolar habríamos mantenido el contacto. ¿A qué viene ahora tu felicidad espontánea? ¿Por qué abrís grandes los brazos? ¿Quién te dio permiso para decirme gordo querido? ¿No te das cuenta que tu cara infantil, la que yo tenía archivada, es ahora flexible como un pedazo de plástico derretido y me aterra?

Los caradeformes sensatos (me he topado con varios) fingen que no te han visto y siguen su camino. Ésas son personas amables, ex amigos fieles que no quieren para sí —ni para nadie— la humillación de un encuentro no deseado. ¡Brindo por ellos! Los caradeformes que huyen son seres nobles, educados y sabios, que después comentan con la esposa:

—Esta tarde me lo crucé al Gordo Casciari, un amigo de la escuela.
—¿Y qué tal?
—Nos hicimos los boludos.

¡Sí señor: ahí está la gente que vale la pena, ésos son los hombres que están salvando a la humanidad! Y lo digo en serio, sin exageración. No existe idiota más grande, en estos tiempos de demandas y de pleitos, que el que no sabe hacerse el idiota y seguir caminando. Hay demasiada gente en el mundo que no puede callarse, que no practica el sano ejercicio de confundirse en la multitud y dejar al prójimo en paz.

Sin ir más lejos, el caradeforme de anoche:

—¡Gordo viejo y peludo! —me dijo a los gritos— ¿Qué es de tu vida?

Ahora me da risa; estoy caliente pero me río. Me causa gracia la ingenuidad de preguntar sobre la vida de la gente. ¿Qué biografía puede improvisar alguien en dos minutos, sin estímulo ni placer? ¿Qué esperan que se les narre, qué están dispuestos a saber?

—Mirá, desde los 17 años, que dejamos de vernos, empecé a drogarme. Después hay un fragmento difuso y un día aparecí en España con mujer y una hija.

No. Imposible decir esto: airear la verdad en su mínima expresión me da vergüenza. Entonces hay que optar por la frase hecha, que es una hipocresía portátil muy fácil de usar:

—Bien, acá andamos: tirando. A vos se te ve bárbaro.
Esta opción es suicida, porque perdés el turno y el caradeforme toma la palabra y te cuenta cosas que preferirías no saber ni haber escuchado nunca. El caradeforme de anoche, después de contarme su vida, me hizo una lista de todos los caradeformes a los que sigue frecuentando:

—Carlitos Sastre se casó y tiene gemelos... Trabaja en el Corralón Municipal. Y Berta, ¿te acordás de Berta?, ahora es locutora de FM Mercedes. No se casó, pero tiene una nenita preciosa. Y al pobre Marullo le tuvieron que cortar una gamba, ¿sabías?

Hasta ese minuto Carlos Sastre, Berta Aulicino y Juan José Marullo eran —en mi recuerdo— tres rostros infantiles hermosos. Ahora los busco en mi memoria y uno conduce una camioneta, la otra dice marcas de productos por micrófono, y el tercero llora porque le falta una pierna y le duele. ¿Era necesaria esa información? ¿Qué hago yo ahora con esa yapa de espanto?

El caradeforme del que hablo, el que me abrazó y me contó su vida y otras vidas, el único culpable de estas líneas mal redactadas, se llama Agustín Eduardo Felli. Quiero escribir su nombre completo ya mismo, antes de que se me pase el incordio, porque sereno jamás lo haría.

Agustín Eduardo Felli, alias “el Corcho”, mercedino de 36 años. Antes de verlo anoche yo recordaba algunas cosas sobre él. Su segundo nombre, por ejemplo (siempre recordamos el segundo nombre de las personas del colegio). También sabía el día de su nacimiento, en cuál evento se partió un diente, y en qué posición jugaba al fútbol en nuestro equipo. Estos datos, a través de los años, fueron suficientes para mí.

¡Rápido, rápido! Debo escribir esto antes de que se me pase el enojo. Agustín Eduardo Felli, sos un reverendo hijo de puta. Dejáme decirte ahora dos cosas que anoche no me animé. Primero: andáte a la renegrida concha de tu hermana. Segundo: no tenías derecho a mostrarme tu calvicie prematura, ni a decir en voz alta que engañás a tu mujer y con quién, ni a explicar lo dolorosa y lenta que fue la muerte de tu padre. ¡Mierda, mierda! Me gustaría volver atrás el tiempo y no tener esta información. Me hubiera gustado decirte:

—Mirá, Corcho, preferiría que te callaras la boca, que no me dijeras nada. Sigamos caminando cada cual por su lado y olvidémonos de esto. Va a ser mejor para los dos.

Y después salir corriendo.

Pero no le dije nada y ahora es tarde. Siempre acabo mordiéndome la lengua y escondiendo mi temperamento: en esta época, la gente se ofende fácil y sospecha que todo es personal. Yo no odio a Agustín Eduardo Felli, pero tampoco lo amo, ni lo quiero, ni lo estimo. Ni siquiera lo aprecio, que es el escalón más bajo del careteo. Los caradeformes parecen necesitados de afecto o de atención. Quieren hablar, quieren recuperar con trampa el tiempo perdido.

Ayer, Agustín Eduardo Felli estaba desesperado: detrás de su sonrisa había una horrible soledad de hijo único, una frustración existencial marca cañón. Tuvo que hacer malabarismos en su monólogo para poder decir, @como al pasar@, la marca alemana de su coche. Al hombre mediocre le gusta abrazar, y palmear, y decir gordito querido, y tener siempre la boca muy abierta; sobre todo cuando cree que ha triunfado.

Pero eso tampoco es lo peor. No fue sólo su frivolidad, ni su botulismo, lo que me tuvo echando fuego por la boca. (Parece mentira: voy acabando la diatriba y ya comienzo a serenarme.) Lo peor de toparnos con un caradeforme es que nos obliga a ver, en el reflejo de sus ojos, nuestra propia y acelerada deformidad. Por primera vez.

Yo también era un niño en tu memoria, Agustín. Yo también tenía la vida por delante y buscaba tu sonrisa, de una punta a la otra del salón de música. Yo recuerdo tu teléfono cuando tenía cuatro cifras, y la voz de tu papá, que estaba vivo y no agonizaba con dolor, del otro lado de la línea. ¿Por qué no haber dejado las cosas así, compañero? Ahora, que se me ha pasado la rabia del todo, lamento en lo más profundo de mi corazón que, desde anoche y para siempre, nos hayamos convertido en dos hombres repugnantes.


Hernán Casciari es escritor y periodista. Ganó el Premio de Novela en la Bienal de Arte de Buenos Aires (1991), y el Juan Rulfo de relatos (París, 1998). Desde el año 2000 está radicado en Barcelona, desde donde ha escrito cuatro blogonovelas, pioneras en la literatura por Internet. Publicó las novelas Más respeto que soy tu madre, Diario de una mujer gorda y los libros de relatos, España, perdiste y España, decí alpiste (Ed. Sudamericana, 2008). Actualmente trabaja en un libro de relatos que publicará Random House Mondadori en julio de 2009.

"UN MAR QUIETO"


Fernando Linetzky (1er Premio en el Concurso de Cuento ITAÚ 2012)

Mucho odio en la tele. La patada voladora de Cantona cuando jugaba en el Manchester repetida una y otra vez. Odio. Un hombre con barba y piernas de maceta, comportándose como niño furioso, creyéndose hombre. Me sobrepasa. Como las bolsas llenas de basura atrás de la puerta de la cocina. Tres bolsas. Es sábado y empieza a anochecer y a mí me da no sé qué esta casa tan sola. Hoy se cumplen dos meses desde que ella se fue.
–Quedate con toda esta mierda –dijo. Ni siquiera lo gritó. Se llevó a mi hijo con ella.
Antes se encargó de aclararme que por fin había encontrado un hombre.
Un tipo sensible que la escucha, al que le importa si ella sufre, si está mal. Superman.
Yo le dije algo sin importancia. Ni siquiera sé si lo dije, lo pensé o lo susurré. ¿Qué iba a decir?
Ella dijo que me iba a avisar cuándo podría ver al nene. Por unos meses iba a ser imposible porque se iban a una gira de artesanos por la costa. Fue fácil imaginarlos en un micro viejo yendo de pueblo en pueblo con sus chucherías para vender. Mi nene en brazos del otro hombre, del hombre de verdad, mirándolo hacer pulseritas y collares. Feliz. Lejos de mí.
Está oscureciendo y no tengo nada que hacer salvo sacar la basura que vengo acumulando desde que ella se fue. Estuve pensando y no pude recordar la última vez que le dije que la amaba. Igual ya no tiene importancia.
Cuando se fue abrí la puerta apurado y corrí hasta la esquina. Miré para
todos lados, pero ya no estaba. Busqué cigarrillos en el bolsillo y encon- tré el chupete viejo, mordido, con el que mi hijo se dormía cada noche. Lo apreté fuerte.
Una vez mi papá me dijo que yo arruinaba todo lo que hacía. No me lo dijo con maldad, me lo dijo más como advertencia. Que era una heren- cia familiar, que así éramos los hombres de la familia, no había nada que hacer. Yo tenía doce años.
En lo primero que pensé cuando mi hijo nació fue en eso: yo nunca se lo iba decir. Ni a los doce ni a los veinte.
Está llegando la medianoche, apago la televisión  y voy al baño. Me aga- rro de la pileta y me miro fijamente a los ojos en un botiquín de tres compartimentos. Los años hacen que las banditas y las aspirinas se va- yan cambiando por vendas y tranquilizantes. Giro los dos espejos de los costados hacia adentro. Miro mi perfil derecho, el izquierdo, me miro
de frente. Tendría que salir. Darme una ducha, afeitarme, vestirme
6                  bien, perfumarme y salir a caminar. Entrar en algún cine. En algún bar
ver si hay alguna mina sola. Contarle cómo extraño al nene. Cómo ex- traño a mi mujer.
Ya no hay nada que hacer acá.
Ya no siento el olor de las bolsas: pero hablan entre ellas. Y las escucho. Hasta que no las saque no voy a poder salir a ningún lado. Ella y el nene podrían volver de un momento a otro y entrar en la casa. Lo primero que sentirían sería este olor a podrido que ya no distingo, este zumbido insoportable que hacen las moscas encima de las bolsas. Ella diría:
¿Qué hizo? ¿En qué se convirtió este hijo de puta?. Peor, se preguntaría qué hago yo acá, para qué volví.  Y su arrepentimiento  me lastimaría más que la decisión de haberse ido.
Hasta que no haya sacado la última bolsa no voy a poner un pie fuera de esta casa. Lo que debería hacer es levantarme de este sillón. Dar un sal- to, correr a la cocina, agarrar las bolsas y salir de acá.
Agarrar las tres bolsas más la que está en el tacho, dos
en cada mano y a la calle.
Quizás si saco las bolsas de basura todo se arregle. Agarro la bolsa que todavía está en el tacho y la ato con un nudo. La suelto encima de las otras tres. Miro la montaña. La miro con una especie de cariño. Me estoy moviendo. Estoy vivo. Abro el tercer cajón del mueble de la mesada y saco una bolsa nueva. La pongo en el tacho.
Agarro dos bolsas con cada mano. Pesan más de lo que creí. Las arrastro un poco. Empiezo a transpirar. Me gustaría secarme la transpiración. Pero si apoyo las bolsas en el piso quizás ya no pueda sacarlas. Pre- fiero hacer todo de un tirón.
Camino por el pasillo de la cocina al living. Los brazos me tiemblan pero falta poco. Cuando me doy cuenta
ya es tarde: una de las bolsas se abrió por abajo. Me doy vuelta y veo un camino de mugre. Como si fuese esos caminitos de jardín, flores y piedras rosadas a los costados, pero en este caso es basura: cáscaras de naranja, latas de atún, colillas de cigarrillos. Me quedo transpirado, descalzo, mirando el camino. Suelto las bolsas que hacen un ruido seco al caer al piso. Agarro una y la rompo al medio. La llevo al living, la levanto lo más alto que puedo y dejo que la basura vaya cayendo y se desparrame por todos lados. Busco otra bolsa y hago lo mismo. Paso a paso: bolsa, basura, piso.
A una la pateo cuando va cayendo. A otra la agarro del extremo y empiezo a girar a toda velocidad y la basura vuela por todas partes. Contra el vidrio del balcón, contra las paredes.
Cuatro bolsas. Así hasta que no queda ni una sola. Me siento bien: agotado y satisfecho. En el piso casi no hay lugar sin basura. Parece un mar quieto. Ca- mino descalzo por encima. Las moscas son gaviotas. Me tiro en el sillón. Quisiera dormir, pero no voy a poder. Entonces saco del bolsillo del pantalón el chupete y me lo pongo en la boca.


 

ALGO SOBRE AQUELLA NOCHE


Si esta vez las cosas cambian porque si, entonces que suceda lo que tenga que suceder y venga! Ya es casi fin de año y así mejor a pensar de nuevo el plan. Digo, es como de costumbre con este tipo de asuntos, cuando quieres y de repente no puedes y te quedas con las ganas. Pero que no sea este el caso, ya mismo se debe poner manos a la obra. De hecho, cuando hablaba esa noche con la amigas de Palermo, me pareció que todas coincidíamos en la misma apreciación. Resulta que daban las diez de la noche, cuando un auto negro aparentemente bastante nuevo, estacionó en la puerta de enfrente de casa. Era la casa de la abuela de Nico, y como él aquel día se hallaba de viaje por Cartagena de Indias, opté por invitar a las chicas a hacerme compañía por esa noche. Entonces, cuando daban las diez como decía, y ya que todas habíamos estado esperando la llegada de ese carro, aunque claro, sin saber su conductor que así era, corrimos las cortinas y he ahí que el vehículo había posado sus ruedas en la acera paralela. Esperamos unos segundos que la puerta del conductor se abriera, pero aquello no sucedía. Seguimos observando y nada. Cerré la cortina y suponiendo que desde dentro del auto con vidrios polarizados, el chofer quizá se habría percatado de que cuatro tipas lo observaban, propuse que era mejor cambiar el plan...